El doctor al que metieron al manicomio por insistir en la importancia de lavarse las manos
En 1825, los hospitales apestaban a orina, vómito y otros fluidos corporales. Los doctores, por su lado, tampoco olían exactamente a rosas. Raramente se lavaban las manos o los instrumentos que utilizaban.
En un mundo que no entendía los gérmenes, Ignaz Semmelweis descubrió y probó que lavarse las manos era clave para evitar la propagación de infecciones. Pero su historia no tuvo un final feliz
En 1825, al visitar a un paciente que se estaba recuperando de una fractura compuesta en el Hospital St. George en Londres, sus familiares lo vieron acostado sobre sábanas húmedas y sucias llenas de hongos y gusanos.
Ni el afligido hombre, ni los demás que compartían el espacio, se habían quejado de las condiciones pues creían que eran normales.
Quienes tenían la mala suerte de ser admitidos en ese u otros hospitales de la época estaban acostumbrados a los horrores que residían en su interior.
Todo apestaba a orina, vómito y otros fluidos corporales. El olor era tan ofensivo que el personal a veces caminaba con pañuelos apretados contra sus narices.
Los doctores, por su lado, tampoco olían exactamente a rosas. Raramente se lavaban las manos o los instrumentos y dejaban a su paso lo que la profesión alegremente denominaba ‘’el tradicional hedor hospitalario’’.
Los quirófanos eran tan sucios como los cirujanos que trabajaban en ellos. En medio de la habitación solía haber una mesa de madera manchada con reveladoras huellas de carnicerías pasadas, mientras que el piso estaba cubierto de aserrín para absorber la sangre.
‘’La clínica de Gross’’ fue pintada por el estadounidense Thomas Eakins en 1875, justo antes de la adopción de un entorno quirúrgico higiénico y por eso a menudo se contrasta con la pintura posterior de Eakins, ‘’La clínica de Agnew’’ (1889), que verás más abajo en este artículo.
Y había alguien a quien le pagaban más que a los doctores: el ‘’cazador de insectos en jefe’’. Su trabajo era librar los colchones de piojos.
Los hospitales eran caldo de cultivo para la infección y solo proporcionaban las instalaciones más primitivas para los enfermos y moribundos, muchos de los cuales estaban alojados en salas con poca ventilación o acceso a agua limpia.
En este período, era más seguro ser tratado en casa que en un hospital, donde las tasas de mortalidad eran de tres a cinco veces más altas que en entornos domésticos.
Como resultado de esta miseria, se les conocía como ‘’Casas de la Muerte’’.
Favor lavarse las manos
En medio de ese mundo que aún no entendía los gérmenes, un hombre intentó aplicar la ciencia para detener la propagación de la infección.
Se llamaba Ignaz Semmelweis.
Aunque Semmelweis llegó a la conclusión de que había que lavarse las manos entre procedimientos mediante un vigoroso análisis estadístico, no podía explicar por qué: aún no se sabía nada de los gérmenes.
Este médico húngaro trató de implementar un sistema de lavado de manos en Viena en la década de 1840 para reducir las tasas de mortalidad en las salas de maternidad.
Fue un intento digno pero fallido, pues fue demonizado por sus colegas.
Pero eventualmente llegó a ser conocido como el ‘’Salvador de las Madres’’.
Un mundo sin gérmenes
Semmelweis trabajaba en el Hospital General de Viena, donde la muerte acechaba las salas tan regularmente como en cualquier otro hospital de la época.
Antes del triunfo de la teoría de los gérmenes en la segunda mitad del siglo XIX, la idea de que las condiciones miserables en los hospitales desempeñaran un papel en la propagación de la infección no pasaba por la mente de muchos médicos.